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El Muro de Vergüenza de Israel

Enjaulando a los Amer


Hani Amer ha desarrollado un especial sentido del humor frente a la adversidad. El campesino, de 46 años, se encarama al tejado de su domicilio para enseñar al visitante lo que denomina con sarcasmo su «jaula particular». Desde la techumbre el palestino señala con su garrota los límites de la residencia.

«A un metro de mi dormitorio tenemos la verja que nos separa del asentamiento de Elkana. Del otro lado, frente al comedor, ese muro de ocho metros que nos aísla de Masha. Y para completar la jaula, han cercado los otros dos lados. Es como estar en el zoológico. Uno viene y ve a los palestinos. Sólo falta que coloquen uno de esos carteles: por favor, no den de comer a los palestinos. Al menos en un zoológico o en la cárcel los responsables se encargan de proporcionar la comida a los animales y a los presos. Aquí, ni eso», precisa.

Observar el domicilio de Amer enclaustrado en un recinto acotado no mayor que el habilitado en los parques de animales constituye una suerte de absurdo absoluto. La imponente pared de cemento se encuentra a poco más de 20 metros de la casa. Lo que antes era un amplio porche donde la familia se sentaba al atardecer ha quedado cercenado por la carretera que utilizan los vehículos del Ejército israelí. «¿Cómo se sentiría usted si a cinco metros de su ventana pasaran Humvees (todoterrenos) y jeeps?», inquiere el campesino.

El palestino habita en la aldea cisjordana de Masha, a cinco kilómetros al este de la llamada Línea Verde. Su familia fue expulsada en 1948 de Kfar Qasem, una población situada en lo que ahora es Israel. En 1974 decidió adquirir un terreno situado en las afueras del villorrio donde construyó la morada que ahora ocupa con sus seis hijos -el menor tiene cuatro años- y su esposa, Munira, de 39 años.

«Nos echaron una vez de nuestra casa. Mi familia vivió durante 10 años bajo los olivos. Ahora, cuando conseguimos instalarnos en Masha, quieren expulsarnos de nuevo. No lo conseguirán. Nunca dejaremos este lugar. Es una cuestión de principios», explica.

El caso de los Amer se ha convertido en un símbolo de la campaña de denuncias palestinas en torno a los estragos que está causando ya la construcción de la cerco de “seguridad” que Israel erige en Cisjordania. El agricultor se ha acostumbrado a las visitas de periodistas, de organizaciones pro derechos humanos, representantes de Naciones Unidas y diplomáticos. «Viene mucha gente, pero seguimos enjaulados», comenta.

La peripecia de la familia comenzó hace poco más de un año «cuando llegó un militar israelí y dijo que iban a construir un muro entre Masha y mi casa, y que me tenía que ir. Me negué y entonces replicaron que edificarían el muro literalmente en mi casa. No bromeaban. No es que vivamos junto al muro; es que vivimos dentro del muro», precisa Hani.

Hace poco más de tres meses, la obra comenzó a concretarse a su alrededor y a principios de noviembre la casa de los Amer quedó rodeada por todos lados. La regulación casi surrealista a la que serán sometidos los inquilinos de este enclave no parece todavía definida. Según Hani, tan sólo ha recibido explicaciones parciales.

El cerco de muro - o valla como lo llama el Estado judío - presenta tres puertas, dos grandes a los lados, y una más pequeña junto a la pared de cemento. «La entrada pequeña es una cosa eléctrica que al salir se cierra automáticamente. Es decir, podríamos salir pero no regresar a casa. Por ahora, los otros dos accesos se cierran y abren a determinadas horas. Los soldados las abren sobre las ocho de la mañana para que mis hijos puedan ir al colegio y las cierran en torno a las seis de la tarde. Dicen que en el futuro sólo podremos usar el acceso pequeño. Pero no tenemos la llave. Me pregunto cómo haremos entonces», prosigue Hani.

En cualquier caso, los Amer no podrán recibir visitas de sus vecinos palestinos. Sólo ellos tienen autorización para estar en este enclave.

Los lugareños de Masha y sus parientes -en la aldea habitan los cinco hermanos de Hani- tienen que esperar a que éste salga del recinto a saludarles para no provocar el encono de los soldados apostados en el control adyacente.

El palestino se apercibe de que su desquiciada situación resulta incomprensible para el interlocutor, pero sonríe y dice: «Espere que todavía no hemos terminado». Cierto, aquí la lógica resulta prescindible. Hani es propietario de unos terrenos ubicados a tres kilómetros de su casa. En Cisjordania, pero al oeste del muro. Una ruta asfaltada que pasa al costado de su residencia le permitiría llegar allí en cuestión de minutos. Sería cuestión sólo de salir de la jaula y torcer a la izquierda. La normativa israelí le obliga a lo contrario. A ir hacia la derecha.

«Tengo que dar un rodeo de 15 ó 20 kilómetros, pasar por un camino de tierra embarrado en invierno y esperar que en el último control decidan si me dejan pasar o no», explica Hani Amer.

Las vicisitudes de los Amer no han concluido. Al encontrarse instalados al costado del muro, la familia está afectada por la resolución militar del 2 de octubre que exige a los palestinos que habitan en lo que han declarado zona cerrada obtener un permiso del Ejército de ocupación israelí para permanecer en el área.

La medida incluye por el momento casi 10.000 hectáreas (un 1,7% de toda Cisjordania), 12 poblaciones y afecta a 11.400 personas, según un informe de la Oficina de Coordinación de la ONU para Asuntos Humanitarios (Ocha), del 21 de noviembre.

Estos permisos, como dice Ocha en su comunicado, «convierten el derecho a vivir en la propia casa con la familia en un privilegio revocable... También concita una seria preocupación sobre si [esta medida] provocará que miles de palestinos dejen el área, lo que significaría la anexión efectiva de esas tierras por Israel».

La peculiaridad de la iniciativa es que el requerimiento de lo que ya se conoce como permiso verde sólo se aplica a los palestinos.«Israelíes, incluidos colonos, judíos de todo el mundo y turistas pueden entrar y quedarse en el área como se les antoje», añade el informe de la ONU.

El habitáculo de los Amer es una humilde edificación de dos plantas, con un pequeño cobertizo para cabras al costado. El contraste con los chalés adosados rodeados de flores del asentamiento judío de Elkana, a escasos metros del domicilio de Hani, constituye una realidad chocante.

«El objetivo final es que nos marchemos. Que huyamos y les dejemos estas tierras. Los israelíes me han ofrecido una cantidad de dinero increíble para que me vaya. Incluso vinieron unos tipos del servicio secreto y me dijeron que si me quedaba, enviarían a alguien para que disparara contra los colonos desde aquí. Así justificarían la demolición de la casa. Pero resistiremos».

Hani se muestra desafiante. Sin embargo, flaquea al ver a dos de sus hijos correteando por las inmediaciones. «¿Cómo van a crecer estos niños en medio de esta monstruosidad? ¿Qué será de ellos?»

JAVIER ESPINOSA
EL MUNDO.

Editor Ahmed Hijazi
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