Los intereses
encubiertos que
el primer grupo
—los líderes
religiosos
conservadores
árabes— esconden
detrás de esta
visión de la
mujer árabe son
fáciles de
entender. La
afirmación misma
contiene el
supuesto
ideológico
clave,
imprescindible
para la
supervivencia
del Islam
patriarcal.
Desde sus
inicios, este se
ha sentido
amenazado por
las hembras
árabes rebeldes.
A mí me
recitaban
piadosamente
pasajes del
prestigioso
repertorio de
hadith de
Bukhari, en los
cuales las
mujeres se
comparan con el
caos social y
Shaytán, cada
vez que he dado
muestras de
tomar alguna
iniciativa
inconformista,
incluso a la
edad de seis
años.
En el Corán
aparecen dos
conceptos que
están
relacionados con
los impulsos
subversivos y
poderes
destructivos de
las mujeres:
nushuz y
qaid. Ambos
se refieren a la
tendencia de las
mujeres de ser
ciudadanas de la
umma o
comunidad
musulmana poco
cooperadoras y
fiables.
Nushuz se
refiere
específicamente
a las tendencias
rebeldes de la
esposa con
respecto al
marido en un
ámbito en el
cual la
obediencia
femenina es
vital: la
sexualidad. En
el Corán es
nushuz la
decisión de la
esposa es no
satisfacer el
deseo del marido
de tener
relaciones
sexuales.
Qaid es la
palabra clave de
la Sura de José,
en la cual el
apuesto profeta
es perseguido
por una esposa
adúltera
persistente y
poco
escrupulosa.
Como podemos
comprobar la
tendencia
subversiva de
las mujeres ya
fue reconocida
por el Corán en
el siglo VII,
pero los líderes
árabes actuales
se sorprenden y
despotrican
contra las ideas
destructivas
importadas desde
Occidente cada
vez que albergan
sospechas de que
las mujeres
árabes pudieran
sublevarse. La
actitud de estos
hombres es
comprensible: si
reconocieran que
la resistencia
de las mujeres
es un fenómeno
autóctono del
Islam, tendrían
que reconocer
que la agresión
contra su
sistema no solo
viene de
Washington o
París, sino
también de las
mujeres que
abrazan cada
noche, y ¿quién
quiere vivir con
este
pensamiento?
Igual que los
textos sagrados
de las otras dos
grandes
religiones
monoteístas —el
judaísmo y el
cristianismo—
que el Islam
reivindica como
su fuente y
referencia, el
Corán contiene
los arquetipos
de las
relaciones
jerárquicas y la
desigualdad
sexual. Estos
modelos se han
reafirmado a lo
largo de catorce
siglos, gracias
a diversas
circunstancias
adicionales,
como por ejemplo
el poder
político y
económico de la
edad de oro del
triunfo
musulmán, cuando
surgió el
concepto de las
dshawari,
las exquisitas
esclavas del
placer, con
mucho talento y
cultas. Son el
arquetipo
prefabricado al
cual las mujeres
árabes y
musulmanas
tienen que hacer
frente. Las
dshawari,
que solían ser
obsequios (y
sobornos y
recompensas) a
hombres
influyentes,
eran la versión
laica de la
hurí, que el
Corán describe
como criatura
femenina,
eternamente
virgen, cariñosa
y bella que se
ofrece como
recompensa a los
creyentes
devotos al
llegar al
paraíso. A los
devotos de sexo
masculino, bien
entendido. Estos
modelos sagrados
y laicos de la
mujer han tenido
una incidencia
enorme en la
creación y el
mantenimiento de
los roles
sexuales de la
civilización
musulmana. ¿Por
lo tanto, por
qué las mujeres
no deberían
rebelarse?
Después de todo,
aunque muchos
hombres árabes y
casi todos los
turistas tienen
una imagen
romántica de la
mujer árabe, su
vida real no se
parece en nada a
Las mil y una
noches. La
mayoría de las
mujeres
marroquíes
realizan gran
cantidad de
trabajos
esenciales, pero
a menudo no
reconocidos,
como tejer
alfombras,
montar collares,
trenzar cuero y
coser, además de
trabajar en la
agricultura, en
la masiva
administración
burocrática, en
la industria
ligera y por
supuesto en el
sector de
servicios,
además de
limpiar, cocinar
y cuidar de los
niños.
Sin lugar a
dudas la
colonización
devaluó el
trabajo de las
mujeres todavía
más que los
sistemas
patriarcales
autóctonos: por
un lado por la
pérdida de
prestigio del
trabajo manual
en general con
la llegada de
los
conocimientos
técnicos y en
especial por la
devaluación del
trabajo
doméstico dentro
del mundo
capitalista, que
no lo considera
como un trabajo
productivo y ni
siquiera lo
incluye en los
balances
nacionales.
La creación de
naciones
independientes
ha sido un
factor
importante a la
hora de elevar
las expectativas
de las mujeres,
a pesar de
traicionarlas
muchas veces y
con trágicas
consecuencias,
por ejemplo en
Argelia. La
mujer actual de
África del Norte
sueña con
obtener un
empleo fijo en
alguna
institución
estatal, un
salario y una
seguridad social
que cubra la
asistencia
médica y la
jubilación. Las
mujeres ya no
miran al hombre
para su
sustento, sino
al Estado.
Aunque quizás
tampoco sea lo
ideal, por lo
menos es un paso
para mejorar,
una liberación
de la tradición.
Además, gracias
a ello las
mujeres
marroquíes
participan
activamente en
el proceso de
urbanización.
Abandonan las
áreas rurales en
una proporción
comparable a la
migración
masculina, en
busca de una
vida mejor en
las ciudades
árabes, así como
en las europeas.
La proporción de
mujeres que
trabajan fuera
del país es del
40%, según un
reciente estudio
laboral.
Además, en
algunas
profesiones la
proporción de
las mujeres
empieza a ser
notable si se
tiene en cuenta
que hasta la
Segunda Guerra
Mundial las
mujeres
marroquíes
vivían recluidas
en sus casas sin
poder ir a la
escuela o
competir por un
título o un
empleo, ni en el
sector público
ni en el
privado. Su
contribución a
la agricultura,
a la artesanía y
el sector de
servicios se
desarrollaba en
los espacios
tradicionales y
se podía ignorar
como tal por su
carácter
doméstico. Las
mujeres
contribuían como
esposas, madres,
hijas, tías...
pero no como
mujeres per
se.
En los años
cuarenta y
cincuenta las
mujeres
marroquíes
todavía
consideraban que
el trabajo
doméstico era su
destino, pero
actualmente las
mujeres jóvenes
quieren tener
educación y
empleo. Esto
todavía es muy
difícil de
conseguir. En la
administración y
en la industria
las mujeres
solamente pueden
aspirar al
empleo si tienen
dos años de
educación
secundaria o
más, y aun así
solo después de
cualificarse
como
secretarias. En
1982, de los
alumnos de
escuela
primaria,
solamente el
37,4% eran
mujeres, de los
de escuela
secundaria, el
38,1 % y de los
estudiantes
universitarios
solamente el
26,3%.
En las
elecciones que
se celebraron en
1977, tres
millones de
mujeres fueron a
las urnas. De
906 candidatos
al parlamento,
ocho eran
mujeres y
ninguna fue
elegida. Nuestro
parlamento
actual se
compone
exclusivamente
de hombres. Sin
embargo ya casi
la mitad del
electorado son
mujeres. Y esto
es lo que cuenta
para los
partidos
políticos que
ahora mismo
compiten por
manipular y
ganarse los
votos de las
mujeres. En
estas semanas de
campaña
electoral las
mujeres
marroquíes
tenemos la
sensación de
vivir en otro
planeta, en el
cual los
políticos,
generalmente
indiferentes a
las necesidades
de las mujeres,
intentan
encontrar un
lenguaje que
ellas entiendan
y hasta se
dirigen a ellas.
Claro que para
encontrar el
lenguaje
adecuado
deberían hacer
milagros, pues
tendrían que
renunciar a sus
prejuicios
ancestrales.
Tendrían que
superar sus
ideas
estereotipadas
de lo
femenino-pasivo
y abrir los ojos
a la realidad de
las mujeres
marroquíes,
cuyas
principales
preocupaciones
—por mucho que
les cueste
creerlo— no son
los cosméticos,
el velo o la
danza del
vientre, sino la
igualdad de
oportunidades en
la educación, en
el trabajo, en
la promoción de
sus intereses,
etc.
Por todo esto,
que algunas
feministas
occidentales
vean a las
mujeres árabes
como esclavas
serviles y
obedientes,
incapaces de
tomar conciencia
o de desarrollar
ideas
revolucionarlas
propias que no
sigan el dictado
de las mujeres
más liberadas
del mundo (de
Nueva York,
París y
Londres), a
primera vista
parece más
difícil de
entender que una
postura similar
en los
patriarcas
árabes. Pero si
uno se pregunta
muy seriamente
(como yo lo he
hecho muchas
veces) por qué
una feminista
americana o
francesa cree
que yo no estoy
tan preparada
como ella para
reconocer los
esquemas de
degradación
patriarcal, se
descubre que
esto la coloca
en una posición
de poder: ella
es la líder y yo
la seguidora.
Ella, que quiere
cambiar el
sistema para que
la situación de
la mujer sea más
igualitaria, a
pesar de ello
(muy en el fondo
de su legado
ideológico
subliminal)
retiene el
instinto
distorsionador,
racista e
imperialista de
los hombres
occidentales.
Incluso ante una
mujer árabe con
cualificaciones,
conocimientos y
experiencias
similares a las
suyas, ella
reproduce
inconscientemente
los esquemas
coloniales de
supremacía.
Cuando me
encuentro con
una feminista
occidental que
cree que le
tengo que estar
agradecida por
mi propia
evolución en el
feminismo, no me
preocupa tanto
el futuro de la
solidaridad
internacional de
las mujeres como
la capacidad del
feminismo
occidental de
crear
movimientos
sociales
populares para
lograr un cambio
estructural en
las capitales
mundiales de su
propio imperio
industrial. Una
mujer que se
considera
feminista, en
vez de
vanagloriarse de
su superioridad
con respecto a
mujeres de otras
culturas y por
haber tomado
conciencia de su
situación,
debería
preguntarse si
es capaz de
compartir esto
con las mujeres
de otras clases
sociales de su
cultura. La
solidaridad de
las mujeres será
global cuando se
eliminen las
barreras entre
clases y
culturas.